miércoles, 2 de marzo de 2016

LA RED REAL

Editorial
LA RED REAL

Estábamos los dos en el mostrador, en la antesala del lugar en el cual nos haríamos la Resonancia Nuclear Magnética. El estaba antes que yo, pero nos dieron a ambos a la vez los formularios para el estudio, con preguntas varias sobre nuestra salud, motivo de consulta, etc.

El señor tendría unos setenta años, con pinta de haber sido medio atleta ya que se lo veía fornido y vital, una onda Hemingway bien llevada. Ibamos, uno al lado del otro, llenando los casilleros, hasta que llegamos casi a la vez al lugar en el que decía: ¿”es claustrofóbico?”.

“No se si soy claustrofóbico” dijo riéndose, “nunca me hice una de éstas y no lo sé”. Lo miré, le sonreí medio tristemente y le dije:”ya se va a enterar…por mi parte, lamentablemente ya se que lo soy, y la voy a “parir” ahí encerrado”.

Se lo dije riéndome, pero era verdad: el encierro que significa hacer una resonancia nuclear no es algo que disfrute, y tenía miedo, bastante, al ver que tenía que pasar por esa prueba otra vez, ya que anteriores veces ya había, a duras penas, pasado el trance.

Nos miramos, sonrientes, como dándonos ánimo, y el trámite siguió. Nos sentamos alejados en la sala de espera, yo al lado de mi mujer, él solo, allá a unos metros.

Pocos minutos  después el hombre pasó y fue a hacerse lo suyo, mientras que yo, con el “julepe” encima, practicaba respiraciones profundas que haría mientras la máquina me tuviera allí, encerrado durante los minutos que me tocaran.

Fue un rato bastante largo. Yo estaba en modo “espera agonizante” mientras mi mujer  acompañaba con paciencia y afecto, bancando mientras yo respiraba, meditaba y esas cosas que uno hace cuando tiene que sacar fuerzas para atravesar los temores nuevos que a veces aparecen cuando se llega a la “edad madura”.

De repente, se abrió la puerta del gabinete y salió el hombre.  Lo miré, pero pensando más en “ahora me toca a mí” que en él y  en cómo le había ido en su experiencia. Se fue acercando y, de repente, vi como su brazo me abrazaba media espalda, se acercaba a mi oído y me decía: “vos cerrá los ojos, no mires, y pensá que estás durmiendo la siesta….vas a ver que no pasa nada y se pasa volando”.

Me impactó lo repentino del hecho, su calidez inesperada y la generosidad de su decir. Me saludó y se fue, dejándome sus palabras y su compañía, que me llenó de una extraña vitalidad, algo que me puso contento…

Pasé entonces a la resonancia con esa “vibración”, me sumergí en esa suerte de extraño sarcófago, y… todo fue bien. Era como que tenía otro resto, sentía sobre mi hombro  izquierdo a mi señora, y su compañía, y sobre el derecho me quedaba la sensación de lo concreto del afecto de ese tipo que supo decir algo tan sencillo, pero con presencia real, que me permitió afrontar mis fantasmas (porque dentro del aparato sólo estábamos yo y mis fantasmas) con una entereza diferente, permitiendo que mi mente navegara durante esos largos minutos, por imágenes de amplitud y afecto, ausentes de todo temor.

Pensé que algo similar vivimos siempre en nuestros talleres. Ocurre que hay otros allí que nos dicen cosas sencillas que nos acompañan y nos fortalecen a la hora de abordar nuestras vicisitudes. Es la presencia real de los otros en clave de buena onda y en sintonía de ayuda mutua, la que nos hace bien.  Lo que sana es el acompañamiento, no la solución de un problema.

Es lindo saber que en el programa representamos esa red verdadera que habita entre nosotros, los que vivimos en este país del que tan mal se habla en ocasiones. El Programa de Salud Mental Barrial, como siempre he dicho y hoy corroboro con la gratitud que siento ante el gesto de este “Hemingway criollo”, está forjado con una red real y verdadera  de solidaridad “silvestre” que constituye la esencia de nuestros vínculos de cada día.

Nuestro programa, sin dudas, ayuda a que esa solidaridad se de dentro de los talleres, pero sepamos que somos parte de algo que nos trasciende,  y que en todos lados cobra formas de solidaridad cotidiana sencilla y “acompañadora”. Se da en forma similar a lo que viví en esa sala de espera o en tantas otras escenas que ojalá sepamos ver y valorar.

En cada taller ocurre esa suerte de iluminación sencilla pero rotunda cuando alguien, que está aislado y a la merced de sus dolores y pesadillas,  de repente recibe la presencia de otro que le dice algo así como “estamos acá, no estás solo, va todo bien…”.

De esas moléculas de amor está hecha la experiencia humana. A veces sale mejor, otras peor, pero la propuesta es generar un territorio para que recordemos que la alternativa de ayudarnos con onda está lista para ser servida.

Así las cosas, los miedos se diluyen, respiramos distinto y sabemos que somos parte de la red de nobleza que permite que los humanos sigamos haciendo nuestro camino, con el mejor combustible para continuar nuestros pasos.

MIGUEL ESPECHE
                                                                         Coordinador General