lunes, 13 de abril de 2009

“ES UN GUSTO”

La anécdota es en la calle Holmberg, allí cerca del hospital. Volvía un viernes a la tardecita del taller de coordinadores de las 17 horas. Iba en mi auto, que ya había dado algunas muestras de que algo le estaba pasando porque un par de veces, en esa semana, se había plantado por un rato, arrancando luego de manera misteriosa. Esa mañana misma había pasado por lo de un mecánico que me dijo que había que escanear todo el motor o algo así, porque era un tema de computadora bastante complejo por cierto, al menos según pude entender yo, que no soy experto en ese tipo de talleres.

Pues bien, esa tardecita pasó lo mismo que en los días anteriores. Con un tremendo ruido del escape, el motor se detuvo de manera inapelable, mientras los vecinos se asustaban y miraban a un lado y a otro temiendo que ese ruido furibundo fuera algún disparo de esos de los que tanto se habla en los noticieros. Pero no, el ruido era el de mi auto, que, como dije, se detuvo allí, justo en la esquina de la farmacia, en la que estaba la señora con la bolsa de compras y su nieta, y, del otro lado, el hombre de shorts, muy de entrecasa él, arreglando algo de la luz de la entrada de su PH.

Les hice señas de que no eran disparos, sino mi auto. Dejé la máquina a medio estacionar y bajé, maldiciendo el destino. Repuesta del julepe, la señora se me acercó y me preguntó qué pasaba. “Es algo del motor, señora, no sabría decirle más porque de mecánica no se nada”, le dije. El hombre se cruzó y me dijo: “¿qué pasó che?”, le contesté, por decir algo, “quizás sea algo de la combustión o las bujías”, con cara de que al menos conocía esas palabras del léxico mecánico.

“Te lo empujo”, me dijo. Lo hizo, por unos metros, pero nada, el motor estaba muertísimo.

Le agradecí, mientras el hombre me decía que cualquier cosa él estaba allí, en esa casa de enfrente, y que lo llamara si lo necesitaba. Me subí al auto y me puse a pensar qué hacer, dado que me daba mucha pereza tener que llamar al remolque y todo el tramiterío que eso significa.

Mientras pensaba y me iba haciendo la idea de que mi destino era el de llamar y esperar al mencionado auxilio, se volvió a acercar la señora de la nieta y la bolsa de compras.

“Mire señor, ahí a unos metros hay un taller mecánico”, señalando para el lado de las vías. “Gracias señora”, le respondí, pensando que ella era muy gentil, pero que mi auxilio sería más confiable que ese ignoto taller barrial.

Pasé unos minutos más dentro del auto, mientras atendía un llamado telefónico y seguía en vano intentanto resucitar el maldito auto.

Al final, opté por probar. Caminé unos veinte metros y ví el tallercito. Dentro de él, tres muchachos tomando mate y de gran charla. Me acerqué y les dije: “Tengo mi auto muerto ahí en la esquina y una vecina tuya me dijo que acá arreglan coches”. El que tenía las manos engrasadas se rió y dijo “bué, eso intentamos…¿dónde lo tenés?”.

Caminamos los veinte metros y durante unos tres minutos miré cómo el mecánico tomaba una pieza del motor, la abría y cerraba, la limpiaba con los dedos y….

“Listo hermano, ya está, ahora encendelo”.

Lo encendí, y maravilla, el motor sonó como sinfonía. El hombre reía, yo reía, y la vecina del bolso y la nieta, también.

Nada de escanear la computadora como había dicho el otro mecánico, el problema era la tapa de no se qué cosa que se había abierto y se cortaba el flujo eléctrico del motor, según me decía el muy idóneo muchacho.

Feliz y contento, el hombre se me iba. “Pará”, le dije, “dejame que te pague”.

“No hermano, ¿qué me vas a pagar?...fue un gusto”.

Y se fue contento a seguir con el mate y sus amigos. Y yo a mi casa pensando que quería escribir una editorial que se llamara “Es un gusto”.

Un editorial para decir que el programa no es una isla en un mar de miedos y soledades, sino que es una representación de lo que somos como Gran Barrio. Lo que pasa en el Programa de Salud Mental Barrial pasa todo el tiempo en todos lados, no es una excepción.

Si fuera el programa un lugar aislado de lo que somos como comunidad, como país, no valdría mucho la pena jugar a la utopía de los únicos iluminados. Lo lindo es que en muchos lugares, muchas situaciones, muchos momentos, mucha gente dice: “es un gusto”. Y con eso se siente pagada.

Y hay vecinas con bolsas de compras y nieta en mano, y hombres arreglando en musculosa las luces de la entrada de su casa, y mecánicos tomando mate que se levantan a arreglar un auto averiado, y barrios enteros que son felices sin a veces siquiera darse cuenta, entretejidos por la solidaridad. Porque la felicidad es ese “gusto”, el gusto de dar una mano, de sentirse algo más que un engranaje o un mero peón de un ajedrez sin alma.

Los talleres de nuestro programa representan esa dimensión de la vida. Esa vida que da gusto. Y que genera ganas de seguir por allí, silbando bajito una melodía linda y sencilla, que espanta los demonios del desencanto y la desazón que hoy creen dominar al mundo, pero no, no lo dominan.


MIGUEL ESPECHE
Abril 2009, Boletín Nro. 120