Marcelo es el dueño del Guido Bar, uno de los bares que recibe la mayor cantidad de talleres de nuestro programa.
Como se sabe, los bares son espacios comunitarios ofrecidos para que allí también se hagan nuestros talleres. Suele acordarse explícitamente con los dueños de esos bares que los concurrentes a los talleres no tendrán obligación de consumir, si bien en general lo hacen. Ese “por lo general” indica que, aun sin que sea obligatorio tomarse un café, un té o comerse un “sanguche”, a los bares les cierra económicamente el contar con talleres de nuestra red, además, claro está, de que a veces les gusta, por razones no solo monetarias, tener talleres y ayudar al despliegue de la salud comunitaria.
Decía que Marcelo es dueño del Guido Bar y desde su caja monitorea su negocio durante muchas horas por día, acompañado por Lili, su mujer y los mozos y mozas que amablemente atienden a los “parroquianos”, es decir, a nosotros y a todos los que vienen a disfrutar del lugar.
Como suele suceder, en los primeros tiempos tardamos en sintonizar con la “administración Marcelo” ya que no siempre es fácil entender lo que pasa en un bar lleno de gente algo extraña, que se reúne, baila, habla de temas comprometidos y realiza ceremonias de conversación que no son las que habitualmente se ven en lugares ligados al gremio gastronómico.
Vehemente, calentón, pero honesto y muy pero muy franco, Marcelo creció junto a nosotros en estos años, nos fue agarrando la mano (y nosotros a él) y es testigo de nuestras movidas, nuestros entuertos, nuestra nobleza y...de nuestras miserias.
Muchas veces se “comió el garrón” de los maleducados que nunca faltan, otras vio cómo algún café era pedido, tomado y, luego, nadie se hacía cargo del mismo. También hizo y sigue haciendo de orientador para quienes vienen a averiguar sobre los talleres, con notable intuición a la hora de señalar destinos posibles...
En fin. Marcelo no es el único dueño de bar o mozo de algún establecimiento que ve enriquecer su Currículum al sumarle el cargo de “conocedor del Programa de Salud Mental Barrial”. Él es, en este relato, el ejemplo de muchos que nos hospedan en sus lugares de trabajo.
Una cosa que hace Marcelo es tomar contacto con los vecinos, tanto personal como comercialmente. Él sabe qué toma y come la gente, si la medialuna que habitualmente pide fulano o mengano es de grasa o manteca y, también, si ese vecino que llega a su bar, usa sus sillas, escapa del frio con su calefacción y se protege de la lluvia con su techo, pide o no un cafecito a la hora de venir al taller.
A veces sin demasiado entusiasmo, Marcelo acepta que no es obligación que los vecinos asistentes a los talleres tomen o coman algo. Sabe que no es permitido asociar permanencia en un taller a algún tipo de pago, por lo que si, como sería obviamente su derecho, decidiera que es obligación consumir para poder estar en el establecimiento, los talleres no podrían como tales convocar las reuniones en ese lugar. Igual, y más allá de lo antedicho, él mira el listado de pedidos y, cada tanto señala que dicho listado viene vacío, nadie pide café, té o torta de ricota...
Es allí donde el programa aparece para hacer su autocrítica, mientras otros prefieren escudarse en el hecho de que “no es obligación consumir” aunque, convengamos, tampoco es obligación no hacerlo....
Cuando algo así pasa, los coordinadores de los talleres abren al grupo la situación, señalando que todos están en un lugar cómodo, un lugar que nos hospeda. Habitualmente en esos casos, surge a modo de tema la toma de contacto con lo que recibimos y lo que ofrecemos, así como aquello que damos por descontado pero que, en realidad, es fruto del esfuerzo de alguien, un esfuerzo que a veces creemos que es nuestro divino derecho usufructuar.
La experiencia indica que luego de algún señalamiento de Marcelo y luego de trasmitido dicho señalamiento al taller, en el grupo del caso pasan cosas interesantes en términos de conciencia. Por ejemplo, se toma conciencia que algunos gustan de ser cobijados sin dar nada a cambio, o que otros se ven o se muestran como pobres (económicamente, anímica mente) sin serlo ni remotamente. También se percibe cuándo ese tipo de actitud para con el bar se replica en otros órdenes de la vida, inclusive, en el propio grupo. Algunos, como dije antes, se refugian en el derecho a no tomar nada, sin entender que ese derecho es el inicio de la historia, no su final. A partir de ejercer ese derecho, se verá con qué espíritu lo ejerce, para qué lo ejerce, y qué de él o de ella se transparenta al ejercerse ese derecho a no tomar un café, siendo que no es obligación del bar aceptar a quien no consume (si es obligación del taller aceptar a quien no consume, lo que no inhibe la posibilidad de que se transparente la actitud de ese “no consumidor” para con el prójimo).
El efecto de esto que se abre cuando Marcelo señala (a veces de manera amable y sonriente, otras con una amabilidad un poco más áspera) los listados vacíos, es que esos listados se llenan. En general, en esos casos los vecinos toman conciencia de su deseo de permitir el circular de la energía, dejando de lado el afán de “llenarse” de lo que se recibe (techo, calefacción luz, baño), sin ofrecer nada desde sí mismos a dicha circulación de la energía comunitaria. Ese “algo” es económico si hablamos de café o una empanada, pero es más que eso, mucho más. Es un acto que contribuye a que eso recibido siga existiendo. Ese acto no es obligado, es deseado, sobre todo, cuando se toma conciencia de su significado no materialista.
Por eso Marcelo es un buen compañero de ruta. Él, queriéndolo o no, nos ayuda a conocernos, nos muestra parte del mapa de nuestra forma de ser, y, al cuidar lo suyo, a la vez nos cuida de nuestras mezquindades, ofreciéndonos la oportunidad de entender cómo son las cosas de la vida cuando elegimos ofrecerles algo nuestro a cambio...o no.
Miguel Espeche
Coordinador General PSMB