Nuestra compañera Paula Villarrubia contó la
anécdota: Resulta que una señora, en un pequeño pueblo de provincia,
promediando la tarde todos los días sacaba su silla a la vereda, pero a su vez
sacaba, junto a la suya, una segunda silla, destinada a quienes pasaran y
desearan sentarse un rato y conversar.
Lindísima la escena, que recuerda un ya
antiguo texto de nuestro programa, escrito por una compañera de antaño llamada
Alicia Cáceres. Aquel texto se llamaba “La silla en la vereda” y decía, entre
otras cosas, que el programa es una gran vereda con sillas, en la cual los
vecinos conversan e intercambian de todo un poco, recreando la ya no tan fácil
(al menos en la ciudad) vida de vereda y calle comunitaria, siendo que acá, en
la megalópolis, la calle está brava y, también, desierta de conversaciones.
La trama que nos une como vecinos del “Gran
Barrio” se realiza a partir de que todos tengamos la “segunda silla”
incorporada, es decir: tengamos en nosotros presente siempre la noción de
“otro” que está allí y, de alguna manera, nos acompaña, nos conversa y nos ayuda a sentir que no estamos solos y que la
vida no es un desierto lleno de individuos que, de manera autista, hacen
automáticamente una vida, sin saber qué es conversar y compartir con un vecino.
Imagino esa segunda silla como el signo de
las ganas de compartir, y de la confianza en que alguien pasará y se sentará un
ratito, sin demasiadas pretensiones, sólo el estar ahí, intercambiando sobre
bueyes perdidos y pasando “onda” vecinal en clave de chisme, consejo, relato o
simple comentario.
Imagino cualquier taller que se inicia como
algo similar. Puede o no venir alguien y sentarse, pero el deseo está y, como
tal, puede irse ahondando y potenciando en la medida que el animador se va
percatando de lo que ese tema que eligió para su taller le significa.
Esa silla vacía está llena de las ganas de
que alguien se siente allí para poder transformar ese espacio en algo vivo y
significativo, algo que vibra en el intercambio.
El programa, a su vez, está lleno de sillas
que invitan a sentarse. El pretexto está siempre a mano y a veces tiene nombre
de taller, pero la esencia es el estar juntos, generando ese contacto que es
tan difícil de explicar pero que hace que aquellos que están tantas veces
encerrados en un cuarto oscuro, logren no sólo ver el sol y ventilarse un poco,
sino, además, descubrirse fluyendo con y en otros, entrelazando relatos de la
vida, con las mismas ganas con las que
esa señora ponía la silla junto a la suya, para invitar a la ceremonia del
encuentro.
El tipo de lazos que propone la segunda silla
es la que hace que todos los vecinos tengan una base esencial, sin la cual, por
ejemplo, a la hora de tener algún problema grave, no habrá profesionales que
puedan hacer mucho ya que los profesionales de la salud mental pueden
apuntalar, ayudar, organizar o promover el amor comunitario, pero no crearlo.
Sin ese amor comunitario que está cifrado en
la silla vacía que está llena de ganas de
compartir, no hay comunidad, sólo hay mercado y desierto.
Por eso, no hay mucho más para agregar a lo
que la imagen de la señora sacando ambas sillas a la vereda nos suscita. Dicen
los que saben que una imagen vale más que mil palabras, y si a imágenes nos
referimos, ésta se incorpora a nuestra galería, para darnos ganas de participar y ser comunidad, y no sólo
un rejunte de individuos.
MIGUEL ESPECHE
Coordinador General