martes, 2 de octubre de 2018

EDITORIAL


EDITORIAL
                      LA SOLEDAD Y SUS FORMAS
Llegar a casa y escuchar el silencio que indica que nadie, salvo nosotros, vive allí, se puede experimentar de maneras diversas.
En ocasiones con alegría, pues al fin llegamos a ese silencio reparador, el lugar en el cual estamos tranquilos, lejos de tanta vorágine y exigencias.
 El vaso, el florero, el libro, los platos lavados o sin lavar y el control remoto de la televisión están donde los dejamos, sin que nadie haya intervenido. Encontramos todo en donde estaba, no hay que responder a nadie, hacemos pura y exclusivamente lo que queremos y sentimos paz y sosiego.
En otras ocasiones, esa misma circunstancia es vivida con tristeza, como un frío que acongoja y donde se anhela a alguien que, aunque desordene nuestra vida traiga calor a ella.
Algunos dirán que una soledad es “buena” y otra “mala”, y posiblemente tengan razón, aunque la soledad en sí misma es lo que es, y lo bueno o no tan bueno de ella está en la manera en cómo la experimentamos.
La soledad “buena” es quizá, esa elegida una vez que hemos compartido nuestra vida, criado o no a nuestros hijos, o después de habernos desarrollado profesionalmente con éxito y sentimos que llega el tiempo del descanso, del sosiego y de la simplificación de lo cotidiano.
La soledad “mala” es quizá, esa que como un destino impuesto nos abruma en clave de nostalgia o anhelo insatisfecho, donde las presencias que alguna vez llenaron nuestra vida ya no están.
Cuando sentimos que tenemos amor para dar, pero no sabemos cómo compartirlo podemos quedar encerrados con el alma aislada en el silencio y la futilidad de una vida donde la energía no circula.
En la ciudad los edificios nos aíslan y la calle es de nadie, sobre todo, porque somos tantos que tendemos a refugiarnos en nuestra guarida, echando cerrojo al corazón por aquello de que la calle es peligrosa y estamos muy ocupados.
En los pueblos no es fácil esconderse, está la plaza, el club, la red de comadres o el vecino que nos saluda apenas salimos a la calle, si bien no es cuestión de idealizar esos pueblos, las cosas allí se viven de otra manera, menos anónima, por cierto.
Los que saben suelen hablar de la importancia de las redes de pertenencia que nos dan el contexto para sentirnos lo más plenos posibles. La soledad “mala” es aquella que aparece cuando perdemos esas redes, sean familiares, afectivas, sociales, culturales, o las que se les ocurran.
Como decía antes, el pecho duele de tanto amor para dar, pero no hay red que lo reciba. Y el deseo de escuchar al otro, ofrecer lo que sabemos y recibir lo que sepamos recibir nos hace recordar, aun con dolor,  lo humanos que somos.
Por eso cuando se rompen redes y aparecen soledades, simultáneamente también se crean ámbitos para reparar la herida. La comunidad se las ingenia a través de lo grupal, sea en el ámbito social, religioso, cultural, político…lo que sea.
En ese contexto, está el Programa de Salud Mental Barrial para ofrecer la opción de conversar, compartir la abundancia de lo que cada uno es y tiene, entre-tenerse, y disfrutar el entusiasmo de ser humano entre humanos.
No se trata de batallar contra la soledad, sino de ayudar a vivirla como opción, no como maldición.
La soledad, gracias a las redes que sabemos construir, no es un exilio, sino una situación. Siempre habrá otros que sabrán recibirnos cuando llegamos a ellos con buena fe.
 Y siempre habrá quien sepa valorar lo que tenemos genuina y generosamente para ofrecer, sobre todo cuando queremos evitar que aquello que abunda en nuestro corazón se marchite por causa del aislamiento que nos atrapa, a veces casi sin que nos demos cuenta.
                                                                                                  MIGUEL ESPECHE
                                                                                              Coordinador General

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