EDITORIAL
LA SOLEDAD Y SUS FORMAS
Llegar a casa y escuchar
el silencio que indica que nadie, salvo nosotros, vive allí, se puede
experimentar de maneras diversas.
En ocasiones con alegría,
pues al fin llegamos a ese silencio reparador, el lugar en el cual estamos
tranquilos, lejos de tanta vorágine y exigencias.
El vaso, el florero, el libro, los platos
lavados o sin lavar y el control remoto de la televisión están donde los
dejamos, sin que nadie haya intervenido. Encontramos todo en donde estaba, no
hay que responder a nadie, hacemos pura y exclusivamente lo que queremos y
sentimos paz y sosiego.
En otras ocasiones, esa
misma circunstancia es vivida con tristeza, como un frío que acongoja y donde
se anhela a alguien que, aunque desordene nuestra vida traiga calor a ella.
Algunos dirán que una
soledad es “buena” y otra “mala”, y posiblemente tengan razón, aunque la
soledad en sí misma es lo que es, y lo bueno o no tan bueno de ella está en la
manera en cómo la experimentamos.
La soledad “buena” es
quizá, esa elegida una vez que hemos compartido nuestra vida, criado o no a
nuestros hijos, o después de habernos desarrollado profesionalmente con éxito y
sentimos que llega el tiempo del descanso, del sosiego y de la simplificación
de lo cotidiano.
La soledad “mala” es
quizá, esa que como un destino impuesto nos abruma en clave de nostalgia o
anhelo insatisfecho, donde las presencias que alguna vez llenaron nuestra vida
ya no están.
Cuando sentimos que tenemos
amor para dar, pero no sabemos cómo compartirlo podemos quedar encerrados con
el alma aislada en el silencio y la futilidad de una vida donde la energía no
circula.
En la ciudad los
edificios nos aíslan y la calle es de nadie, sobre todo, porque somos tantos
que tendemos a refugiarnos en nuestra guarida, echando cerrojo al corazón por
aquello de que la calle es peligrosa y estamos muy ocupados.
En los pueblos no es
fácil esconderse, está la plaza, el club, la red de comadres o el vecino que nos
saluda apenas salimos a la calle, si bien no es cuestión de idealizar esos pueblos,
las cosas allí se viven de otra manera, menos anónima, por cierto.
Los que saben suelen
hablar de la importancia de las redes de pertenencia que nos dan el contexto
para sentirnos lo más plenos posibles. La soledad “mala” es aquella que aparece
cuando perdemos esas redes, sean familiares, afectivas, sociales, culturales, o
las que se les ocurran.
Como decía antes, el
pecho duele de tanto amor para dar, pero no hay red que lo reciba. Y el deseo
de escuchar al otro, ofrecer lo que sabemos y recibir lo que sepamos recibir
nos hace recordar, aun con dolor, lo
humanos que somos.
Por eso cuando se rompen
redes y aparecen soledades, simultáneamente también se crean ámbitos para
reparar la herida. La comunidad se las ingenia a través de lo grupal, sea en el
ámbito social, religioso, cultural, político…lo que sea.
En ese contexto, está el
Programa de Salud Mental Barrial para ofrecer la opción de conversar, compartir
la abundancia de lo que cada uno es y tiene, entre-tenerse, y disfrutar el
entusiasmo de ser humano entre humanos.
No se trata de batallar
contra la soledad, sino de ayudar a vivirla como opción, no como maldición.
La soledad, gracias a las
redes que sabemos construir, no es un exilio, sino una situación. Siempre habrá
otros que sabrán recibirnos cuando llegamos a ellos con buena fe.
Y siempre habrá quien sepa valorar lo que
tenemos genuina y generosamente para ofrecer, sobre todo cuando queremos evitar
que aquello que abunda en nuestro corazón se marchite por causa del aislamiento
que nos atrapa, a veces casi sin que nos demos cuenta.
MIGUEL ESPECHE
Coordinador
General
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