Es que siempre en algún momento de la vida aparece, implacable, a través de una pérdida, una calamidad que nos enluta, el desgarro o el azoramiento ante la enfermedad, la injusticia, la violencia que nos hiere de golpe, el repentino desamparo…. Nada de lo que hagamos nos salva de la llegada, en algún momento, del penar y de la zozobra, y tampoco lo hace respecto de los misterios a veces crueles que hacen a nuestra humana condición.
Diría, sin embargo, que los humanos estamos diseñados para soportarlo. Ese dolor enorme que implica la muerte de un ser querido, por ejemplo, parece tan grande como el Universo mismo y, sin embargo, desde nuestra pequeñez como seres humanos, muchísimas veces nos vemos capaces de soportarlo, de darle algún sentido, de convivir con él de maneras que, al principio, parecen imposibles.
Lo que pasa es que, si bien nada nos salva de la llegada de la herida en algún momento de nuestra vida, eso no nos hace impotentes, ya que podemos, sin dudas, hacer mucho ante esa circunstancia.
Ocurre que el diseño de nuestra humanidad está forjado de forma tal que el dolor tiene que ser vivido, al menos en parte, de forma comunitaria. La fragilidad de nuestra condición como seres que pueden morir, enfermar, enfrentar calamidades, y tantas otras cosas, solo es soportable con otros cerca nuestro, otros reales o espirituales que ofrezcan una referencia, un hombro, un sentido, una vivencia de pertenencia que nos humaniza cuando nos sentimos objetos de los caprichos de un destino lleno de crueldad.
Contar con redes de familiares, amistades, compañeros, vecinos… nos hace fuertes ante el infortunio. Desde tiempos inmemoriales el ser humano se ha reunido para diluir en la comunidad esa sensación de desamparo que agobia cuando algo “malo” pasa. Siempre digo que el dolor al principio trae una vivencia de destierro, de exilio, como si la irrupción de la muerte o la enfermedad, por ejemplo, nos expulsara del reino de los semejantes, lo que duplica la pena, sin dudas.
En cambio, cuando frente a una calamidad alguien viene y de corazón dice o realiza en acto aquella vieja y sabia frase:”te acompaño en el sentimiento” algo distinto pasa, porque ese acompañamiento no evita la fuente del penar, pero sí restituye al penante al mundo compartido, sacándolo de aquel mencionado exilio.
La vida urbana, la merma de la cotidianidad barrial, los familiares lejos o alejados, nuestras propias conductas a veces individualistas que nos dejan aislados en pos de un proyecto desapegado…todo eso atenta contra la fortaleza que podemos tener ante los momentos duros que tarde o temprano aparecen.
Por eso, para restaurar en idea y acto esa vieja y atávica posibilidad humana de compartir, se generan redes nuevas, fraternidades antes impensadas, compañerismos que se forjan a lo largo de los nuevos caminos que se emprenden cuando uno se cansa de vivir aislado, sin hombros sobre los cuales llorar, sin nadie que alcance un pañuelo cuando aparecen las lágrimas… o nadie que nos despierte cuando nuestros propios pensamientos se oscurecen y nos hipnotizan, tapando ese sol que, como decía la canción, siempre está, pero es eclipsado por la desesperanza que nos atrapa y nos hace creer que sus razones son más fuertes que la luz del mediodía.
El Programa de Salud Mental Barrial es parte de ese reencuentro que restaura lo mejor de nuestra especie. No inventó nada, simplemente lo re-crea. Volvernos a tenernos los unos a los otros, más allá y más acá de nuestros defectos y flaquezas. Es una forma de retornar del destierro, del aislamiento, y hacernos fuertes por ser con otros, agrandando el alma, para en ella encontrar la fuerza que hace que, siendo tan frágiles, a la vez seamos tan fuertes.
MIGUEL ESPECHE
Coordinador General del PSMB
No hay comentarios:
Publicar un comentario