EDITORIAL
LA ALDEA
Cada vez que estoy en el hospital o sus adyacencias,
saludo gente.
En la vereda, en los pasillos del hospital, en
los bares aledaños… con gestos, con un
“chau” o con besos y apretones de manos, ese andar se “afectiviza”, se llena de
rostros de personas que, de distintas maneras, le dan humanidad y nombre a mi
andar.
Algo parecido ocurre
en los pueblos chicos, en donde el anonimato no existe, todos saben el nombre
de todos y saludan, mucho, durante todo el día, ya que cada transeunte es un
vecino que tiene nombre e historia compartida.
Verdad es que no
vamos a idealizar a los “pueblos chicos”
y que eso de nunca pasar desapercibido puede ser medio pesado en
ocasiones, pero la verdad es que, cuando uno es engullido por la gran ciudad,
ve miles de personas por día, pero saluda menos que si estuviera viviendo en
una pequeña aldea.
El Programa de Salud
Mental Barrial quizás cumpla esa función…la de aldea. Quizás sea un espacio en
el que podemos honrar esa cualidad aldeana que nos pide ser parte de una “red
social” real, no virtual, en donde se despliegue lo que somos, y en la cual
podamos encontrar afinidades, afectos, discusiones, chismerío e historias,
muchas historias humanas que compartir, esas que son “la sal de la vida”.
No se trata solamente
de los talleres, sino de la red de grupos, de las interacciones que se dan
cuando de ser islas pasamos a formar parte de un archipiélago, como decía
Thomas Merton, un interesante autor que tenía intuiciones similares a las que
forjaron nuestro programa.
No es que somos todos
amigos, ya que no se trata de solamente vivir lo placentero y amable, sino que a veces pertenecer a nuestra “aldea”
nos permite tener también enemigos, rivales, peleas, reconciliaciones, entendidos
y malentendidos, pero siempre juntos,
para que la novela de nuestra vida sea más interesante que un campo
sembrado con monocultivo.
La ciudad es,
justamente, un espacio de soledades compartidas si no nos movemos para
despertar a nuestra humanidad “aldeana”, esa que nos da nombre, lugar, afecto,
pertenencia y la agradable noción de que existimos en un espacio que va más
allá de nosotros mismos, por eso de estar en el corazón de nuestros compañeros
de ruta.
Los edificios a veces
son altos y fríos, las veredas a veces están tomadas por el miedo, los
parientes viven lejos, la vida nos llevó por lugares nuevos y por eso quedó
atrás el lugar de nuestro origen… Si lo miro desde un tinte melancólico, de
cierta manera la ciudad es un espacio de exilios, porque nos llama a alejarnos
del afecto, nos convoca a producir bienes y servicios sin pausa, nos parapeta,
y nos hace desconfiados…
Si, ya sé, lo
anterior es, como dije, una mirada un poco árida de esta ciudad de Buenos
Aires, pero nadie puede decir que no es parte de lo real, si bien esa idea del
exilio no honra algunas ricas posibilidades que la ciudad nos ofrece.
El programa es,
justamente, una posibilidad que la gran urbe ofrece para recrear la aldea, la
red de afectos, la pertenencia, la referencia que nos nombra y da sentido,
sacándonos del exilio mencionado. Es un reflejo de esa Patria, que es, a la
vez, el otro que está con nosotros, y el universo de nuestra interioridad, de
la cual a veces huimos por eso de ser “duros” en un mundo desangelado.
Los talleres son esos
fueguitos que mantienen el calor de lo comunitario, en clave intimista. Y la
unión de esos talleres forja una aldea silenciosa, con gente que se conoce, con
historias que circulan, con amores furtivos o no, con rencores que podrían
escribirse en la más negra de las novelas a la vez que, con otra mirada,
podrían formar parte de la más cómica comedia costumbrista. Y lo lindo es que
nos permite ser protagonistas de eso, no solamente espectadores.
Es verdad que la
ciudad tiene otros lugares que también ofrecen pertenencia. Pero éste es, a mi
gusto, de los más lindos. Es una linda aldea la del Programa de Salud Mental
Barrial. Al ver los rostros, los afectos, al escuchar las historias, los
chismes, las epopeyas y las tragedias que habitan este territorio, me da
alegría la fortuna de ser habitante de este pueblo y su peculiar trama.
Eso es salud…también.
Salud espiritual, cultural, emocional, nacional, aldeana… Es reconocer la raíz
aldeana de nuestra humanidad, ya que sin ella viene el antes mencionado exilio,
el que nunca podrá ser compensado con teorías o devaneos retóricos.
Desde esa aldea,
creceremos y haremos nuestra vida. El hospital hospitalario, el Pirovano,
ofrece esa oportunidad de ser con otros…ofrece la oportunidad de saludar gente,
saber nombres, tejer historias y sabernos habitantes en el corazón de otros,
esos otros que, a su vez, habitan en nuestro corazón y son nuestro tesoro más
preciado.
MIGUEL
ESPECHE
Coordinador
General
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