Creo hacerme eco de muchos de quienes se han acercado al Programa de
Salud Mental Barrial del Hospital Pirovano en estos últimos años si digo que,
en lo que a vivencias respecta, la sensación de aire fresco, de vitalidad y
entusiasmo es lo que nos cautivó desde el primer día, y lo hizo de forma tal
que, sin demasiada duda, nos afincamos en este territorio en el que las décadas
pasan y nosotros, ganosos como estamos,
ni nos damos casi cuenta.
A veces me asomo a la cotidianidad de otras lindas y respetables
instituciones ligadas a la Salud Mental y me pregunto cómo compartir con ellos
este sentir. Me dan ganas de poder juntos airear el discurso de la Salud Mental
instituida, ventilarlo, llenarlo de aliento nuevo, como para que sean las ganas
y la frescura del entusiasmo y no el afán reivindicativo y batallador lo único
que nos hermane e identifique como comunidad que hace por la salud de la
población de la que formamos parte.
Al árbol se lo conoce por sus frutos. En esa línea debo decir que, al
sumar años a mi tarea dentro del campo de la salud mental comunitaria, cada día
más enfáticamente busco frutos de alegría
y potencia anímica en las experiencias compartidas, en desmedro de los
discursos que, más allá de su inteligencia, generan frutos emocionales del
orden del bajón, el resentimiento y el afán reivindicatorio como fin en sí
mismo.
En otras palabras, lo que entusiasma para mí vale más que lo que enoja o
resiente en clave de rumiante agobio, más allá de que puedan haber razones o
realidades bien descriptas en ese discurso. El entusiasmo, hemos comprobado, no
depende de lo que te pase tanto como de lo que haces con lo que te pase. Y si
ese “hacer” es compartido con tus compañeros de ruta, mejor, tal como lo
descubrimos una y otra vez en nuestros muchos talleres y en estos muchos años
de experiencia acumulada, en la que se cuentan por miles y miles los
participantes de nuestros grupos.
Es así que cada día agradezco más las enseñanzas de Carlos Campelo,
quien nos sorprendía con sus palabras, su abordaje a los temas reales de la
vivencia comunitaria, su contacto con el día a día de las personas que, como
vecinos que eran, se acercaban al hospital para encontrar a quien valorara y
acompañara su experiencia, su dolor y su deseo de salud. Campelo veía al vecino
como un ser potente, no un “carenciado” o un “enfermo” víctima de una
estructura social y discursiva. Nunca negó esa estructura social ni el discurso
que fomenta la injusticia, la segregación, la violencia y la explotación, solo
que no se quedó allí, embelesado con esa descripción de las estructuras, sino
que se metió en ellas, para desentrañar la salud que había aquí y allá, en toda
experiencia existente dentro de la comunidad, más allá de las circunstancias
que atravesaran a dicha comunidad.
Creo que es por ese origen sencillo y poderoso que el programa es tan
nutrido y grande, cualitativamente y cuantitativamente hablando. Es por su
lenguaje fresco, su mirada respetuosa del poder de cada uno y de todos juntos,
que ya desde la lejana década del ochenta, se pudo nuclear a tanta gente y
talleres. Creo que el programa del Pirovano es tan popular y representativo de las vivencias
de la comunidad dentro de la cual se enclava porque que habita el barrio, no
pretende colonizarlo con discursos ajenos a la experiencia cotidiana.
Desde allí, nuestra red de talleres palpita cotidianamente en paz,
regando con amor la vecinalidad, sin guerras ni batallas que no hacen a la
cuestión.
La energía del Programa de Salud Mental Barrial es la del jardinero que
ama a su jardín y, por eso, lo cuida. No va en contra de nada sino que va a
favor de una vivencia de Salud que apunta a la Libertad. Esa libertad incluye,
entre otras cosas, la liberación respecto de las imágenes del pasado que
obturan la sensación fresca del presente que se logran cuando los vecinos
comparten y conversan de sus cosas. Es de una profunda belleza testimoniar la
alegría que genera en los vecinos el poder lograr salir, con confianza en su
propio ser y saber, del determinismo que agobia y resiente a fuerza de ideas
repetitivas y vacías.
La libertad es darnos cuenta de que podemos hacer “algo” con lo que nos
fue dado desde la historia y desde el lugar en el mundo en el que aparecimos en
la vida. Ese “algo” tiene que ver con despertar a lo que somos, no con
corregirnos según un modelo prefabricado de lo que debiera ser “salud”, o una
maqueta artificial de lo que es “comunidad”, construida por los entendidos de
turno.
Quizás sea interesante no dividir las cosas entre las experiencias
populares “buenas” o las “malas” sino, en todo caso, entre las que están
“vivas” y las que, por el contrario, están “muertas”, en el sentido de estar
ajenas a la posibilidad de la sencilla alegría del compartir a favor del amor
comunitario, ese amor que se nutre de ganas y no de afanes guerreros.
Por eso el Programa de Salud Mental Barrial enamora a tantos
(obviamente, no a todos). Es como una novia eterna, un perpetuo despertar a las
ganas de generar historia, sin cargarnos con agobio las espaldas con un relato
del pasado que nos pisa el alma. Al pasado lo usamos con la autoridad que nos
da el ser dueños de nuestro presente, no permitimos (al menos es nuestra
aspiración) que el pasado nos use y nos saque del partido.
La Salud es la libertad, decía Campelo. Eso proclama nuestro programa.
La libertad no es una meta a la que llegamos para, luego, no saber qué hacer
con ella. La libertad es un inicio, un nacimiento, no un final. En ella empieza
la historia, no se termina. Somos libres, aunque no nos demos siempre cuenta de
ello. Dentro de esa libertad se tejen las historias de los talleres, esas que,
a modo de los cuentos de las Mil y Una Noches, nos hacen vivir cada día con
ganas, esperando a su vez el día por venir con anhelo, al intuir que somos
parte del relato, no solo meros espectadores o, peor aún, víctimas impotentes
del relato ajeno.
Cuando vemos a la red de talleres como un jardín lleno de plantas
diferentes, tenemos una semblanza de lo que es la abundancia de nuestra
comunidad. Esa abundancia nos define, sin dudas, mucho más que tantas
pesadillas que hay por allí dando vueltas, que serán parte de nuestra
identidad, pero no son, ni cerca, la última palabra respecto de lo que es
nuestra potencia comunitaria y ciudadana.
MIGUEL ESPECHE